quarta-feira, 23 de novembro de 2016

La Democracia (Anti)Política

Por Renato Francisquini
Por contradictorio que sea, el fenómeno político que ha protagonizado recientemente la escena pública brasilera es el más completo rechazo de la política. No se trata, por cierto, de una característica reciente, ni exclusiva de Brasil. Su profundización, sin embargo, merece una mirada más atenta de nuestra parte, debido a que amenaza en gran medida el proceso de institucionalización del régimen democrático, en el país y en otros lugares.
La política democrática surge de la imposibilidad que se imponga en una sociedad plural, sin el recurso de la coerción física, una concepción abarcadora del bien, sea de carácter religioso, filosófico, metafísico, etc. Esto es, de reconocer el hecho que del pluralismo surge la necesidad de construir un aparato institucional capaz de absorber y canalizar los conflictos, que emergen inevitablemente en un mundo marcado por la diversidad de identidades y valores o en la dirección que debemos seguir como asociación cooperativa. Cuando nos alejamos de la política –el arte de construir consensos posibles en sociedades complejas– y pasamos a valorar la técnica, sea bajo el signo del gerenciamiento, sea en el registro de la interpretación legal, caminamos peligrosamente en el sentido de la intolerancia. La técnica administrativa y el notorio saber jurídico pueden ofrecernos los medios más eficientes para lograr determinados fines; la política, sin embargo, a través del diálogo y de la negociación, es la que nos permite construir los fines en un clima general de tolerancia y reconocimiento de la diferencia.
La elaboración de la narrativa anti-política fue tejida por una serie de eventos y fue patrocinada por numerosas instituciones políticas y sociales. Entre ellas, podemos destacar la asociación histórica, construida por los medios de comunicación tradicionales, entre la política partidaria y la corrupción, motivada en buena medida por el interés perenne de los periódicos y los canales comerciales de televisión de producir escándalos que contribuyan a la circulación de sus ejemplares y a la audiencia de sus programas.
En ese aspecto, vale la pena recordar la reinterpretación, promovida por los grandes medios de comunicación brasileros, sobre el sentido de las manifestaciones de junio de 2013. Si, en un primer momento, hubo un esfuerzo por parte de los movimientos sociales, como el Movimiento Passe Livre, para desnudar la indecente interacción entre dinero y política (a través de licitaciones fraudulentas y financiamiento de campañas), no demoró para que la prensa, que hasta entonces criticaba fuertemente los actos, se valiese nuevamente de la antigua cantilena de la idea abstracta de “corrupción”, estimulando un cambio en el perfil de los manifestantes y el repudio, a menudo violento, de los mismos movimientos y partidos políticos que ocuparon históricamente las calles en la lucha por la democracia y la igualdad. Tal vez este haya sido, de hecho, el detonante para la actual profundización de la anti-política en la escena pública brasilera.
Junto a los principales medios de comunicación, nótese también la prominencia cada vez mayor de las instituciones de control, como el Ministerio Público y el Poder Judicial. Estos, aprovechando el impulso proporcionado por el argumento mediático, encuentran las puertas abiertas para avanzar sobre el espacio de los acuerdos representativos, ya sea denegando la legislación aprobada por diputados y senadores, o sustituyendo a estos últimos en la proposición de leyes y políticas públicas. No es de extrañar, en este aspecto, que los nombres de los jueces y fiscales vengan ascendiendo como posibles candidatos a cargos electivos, evidenciando la percepción de estos como agentes capaces de representar los anhelos de la población por una política “limpia”.
Al menos dos tipos de eventos dan fe de la velocidad con que hemos descartado la política deliberativa, la negociación y el trueque, a favor de las personas e instituciones que se auto- determinan representantes imparciales de un supuesto interés público. El primero de ellos, las elecciones municipales, que en capitales de la importancia de São Paulo y Belo Horizonte, para referirnos solo al Sureste, eligieron candidatos (João Dória Jr. - PSDB/SP y Alexandre Kalil - PHS/MG, respectivamente) cuyo núcleo argumentativo de la campaña pasaba por el rechazo de la política (y de los políticos, vale decir) en nombre de una administración gerencial de la cosa pública. Por no mencionar a Río de Janeiro, que eligió a (el obispo) Marcelo Crivella, del PRB, partido controlado por la Iglesia Universal del Reino de Dios.
El segundo, la operación Lava-Jato, pone de relieve la auto-denominación por parte de jueces y fiscales, bajo la guarda del propio Supremo Tribunal Federal y de los aplausos de los medios de comunicación oligopólicos, como últimos responsables de la limpieza del sistema político brasilero. El argumento pasa a insinuar que las prácticas llevadas a cabo por los partidos políticos nacionales, en particular el PT, habrían institucionalizado la corrupción, de lo que resultaría la necesidad de implosionar el frágil edificio de nuestro sistema partidario, a fin de forzar la emergencia de nuevos actores políticos –escapa a mi comprensión lo que les lleva a creer (sí, se trata de una creencia) que brotarán del suelo políticos moralmente mejores y partidos verdaderamente representantes del bien común, sea lo que eso fuera.
Para tener una idea del nivel al que ha llegado este proceso, en septiembre de este año, el Tribunal Regional Federal de la 4ª Región, provocado a reconsiderar los métodos usados por el juez Sérgio Moro, responsable de la operación citada, sustentó que, por tratarse de una temática peculiar (léase, la corrupción institucionalizada de nuestro sistema político), admitía métodos excepcionales, haciendo suyas, con eso, la interceptación y la divulgación ilegal de conversaciones que envuelven al ex-presidente Lula, sus familiares, el estudio jurídico creado por Lula para defenderlo, y la presidenta electa, Dilma Rousseff.
Reuniendo los dos actores mencionados anteriormente, tenemos la cara más maligna de ese episodio para la democracia brasilera, a saber, el verdadero espectáculo mediático organizado por los principales medios de comunicación del país, sugiriendo una interpretación, al menos controversial, sobre los diálogos entre el ex-presidente y su sucesora, cuando esta lo había nombrado para el cargo de Jefe de Ministros de la Casa Civil. Horas después del show mediático, sugiriendo que el nombramiento de Lula había sido una maniobra para que las investigaciones sobre el ex presidente (que, es bueno recordar, hasta el momento no habían ofrecido subsidio para la condena de Lula) fuesen conducidas por el Supremo Tribunal Federal, y no por el juez Sérgio Moro, cientos de personas fueron frente al Palacio Presidencial y a la Avenida Paulista gritando palabras de odio y pidiendo la renuncia de la presidenta Dilma Rousseff.
Brasil y la región pasan por momentos delicados para el mantenimiento de nuestra frágil y precaria democracia política. Numerosas conquistas y logros de las últimas décadas están en riesgo de ser desmanteladas bajo el signo de la administración racional y apartidaria. No parece absurdo, en ese aspecto, la reciente reacción del presidente del Senado, Renan Calheiros, contra la autorización, dada por un juez de primera instancia, para que la Policía Federal cumpliese órdenes de búsqueda y captura en la Casa Civil, llevando bajo custodia policial legisladores que habían realizado barridas buscando escuchas en las oficinas de algunos senadores. Sin embargo, mientras que la controversia meramente emerge como un conflicto entre corporaciones, difícilmente iremos a fomentar un diálogo fructífero sobre el tema.
Urge, en este sentido, diagnosticar la emergencia de este fenómeno y analizarlo en sus complejidades e implicaciones. El clima de “salvación” atribuido a la gerencia apartidaria y a la supuesta limpieza general promovida por las instancias judiciales poco contribuye al debate democrático, teniendo en cuenta que atribuye a la “nación” un objetivo único y absoluto, descalificando como “interesado” o “ideológico” todo tipo de disonancia que se interponga como crítica a esa meta. Aparece como un objetivo inmediato evitar la desvalorización de la política institucional y del sistema partidario, cuya frágil estabilidad de la última década fue fundamental inclusive para el ascenso de instituciones de control que tienen un papel importante en la consolidación de la democracia.
Publicado originalmente em asuntosdelsur.org.

segunda-feira, 14 de novembro de 2016

Amy Allen: Descolonizando a Teoria Crítica

A filósofa Amy Allen (Penn State) acaba de publicar The End of Progress: Decolonizing the Normative Foundation of Critical Theory, livro no qual procura avaliar os fundamentos normativos da teoria crítica a patir da série de debates trazidos pelas teorias pós-coloniais nas últimas décadas.

Considerada uma das teóricas críticas mais importantes da atualidade, Allen contribuiu para o debate feminista (bem como para a teoria crítica como um todo) com uma proposta "negativista" de emancipação. Isto é, para Allen o ideal normativo de emancipação social deve ser entendido como a minimização de relações de dominação. Ao invés de fundamentar a teoria crítica em uma noção positiva de luta contra a dominação e de pressupostos utópicos, tais como a possibilidade nos livrar, definitivamente, das relações de poder que nos costrangem enquanto sujeitos sociais, de acorod com a proposta negativista deveríamos guiar nossa avaliação das relações de poder a partir das perspectivas da não-dominação possível em cada contexto de luta. Um objetivo conscientemente precário, mas pronto para ser reavalidado à luz de novas formas de exercício do poder. 

Em The End of Progress, Allen tem por objetivo analisar mais uma vez os pressupostos normativos da filosofia política contemporânea dessa vez tomando como perspectiva privilegiada as teorias pós-coloniais. Mais especificamente, Allen procura demostrar que autores centrais da teoria crítica, tais como Jürgen Habermas e Axel Honneth, pressupõem, explicita ou implicitamente, valores eurocêntricos em suas noções de progresso histórico. Em geral, teóricos e teóricas críticas tendem a rejeitar princípios morais universais descolados de contextos sociais determinados em determimento de fundamentos tidos por imanentes, isto é, inscritos nos próprios princípios de organização da sociedade moderna. Nesse sentido, os valores e expectativas presentes nas instituições modernas representariam uma fonte importante de "mais-valia moral" a partir da qual podemos avaliar os potenciais emacipatórios de novas formas sociais.

Para que isso funcione adequadamente, como argumenta Allen, Habermas e Honneth precisam assumir um referêncial histórico capaz de separar formas sociais "superiores" ou mais avançadas na escala do progresso, de formas de vida "inferiores" ou ultrapassadas. Tem-se, assim, uma convergência entre, de um lado, desenvolvimento histórico e, de outro, de progresso moral.

Para Allen, críticas pós-coloniais trazem dois desafios centrais à noção de progresso presente na agenda de pesquisa da teoria crítica. O primeiro seria de ordem conceitual: a mera possibilidade lógica de progresso social pressupõem um ponto de vista a-histórico a partir do qual alguns sujeitos e algumas culturas privilegiadas são capazes de passar em revista as diferentes fases históricas da experiência humana. O problema é que tal ponto de vista privilegiado corre o risco de ser tautologico: apenas culturas mais avançadas seriam capazes de avaliar objetivamente quais culturas são superiores e quais não o são - sendo a capacidade cultural para reflexividade histórica a principal marca dessa superioridade. O segundo desafio é de natureza política. A noção de progresso, quando aplicada à história moderna, deixa de lado as consequências imperialistas da civilização européia. Se por um lado o Iluminismo nos legou instituições livres e valores univerais, por outro, essas conquistas só foram possíveis graças à exploração colonial da América Latina e da África. Pior: os próprios valores modernos e a ideologia do progresso culturtal foram utilizados como instrumentos de dominação de cultuais "atrasadas" da perspectiva européia. Colodado de forma paradoxal, o progresso institucional europeu teve como condição de possibilidade a barbárie colonialista em terras estrangeiras. 

Qual o impacto desses desafios para a teoria crítica? Evidentemente Allen não está acusando Habermas e Honneth de serem imperialistas ou de esquerecem a história européia. O ponto é que os fundamentos normativos de suas teorias (ancorados em uma visão idealizada de progresso histórico) não os impede de produzir diagnósticos compatíveis em princípio com práticas imperalistas. 

Tomemos o exemplo a luta pelo casamento homoafetivo. Tendemos a avaliar a luta por formas não-heteronormativas de constituição familiar a partir de uma visão orientada pelo progresso das nossas instituições. Assim, tenderíamos a interpretar "avanços" e "retrocessos" a partir de uma escala histórica. A conclusão dessa orientação "progressista", como Allen procura demostrar, é a tabulação de diferentes experiencias históricas e cultuais a partir dos padrões institucionais europeu transformados em métrica universal. Culturais que aceitam essa forma de casamento seriam "modernas" em oposição 'as "atrasadas" que as condenam. O que começou como uma luta pelo direito das minorias opremidas termina por alimentar um discurso colonialista contra outras formas de expressão cultural.

Quando bem entendida a crítica pós-colonial nos ajudaria a evitar a "falácia arqueológica" presente nesse tipo de raciocínio, isto é, que não devemos explicar a diferença cultural, ou a luta política, presente do outro, a partir do passado de nossas conquistas históricas. A opressão de hoje na África não é a opressão de ontem da Europa. Ambas estão no mesmo presente histórico (até porque a primeira é, em alguma medida segundo autores pós-coloniais, o resultado da segunda). O exemplo do aborto no Brasil ilustra bem esse ponto. Tendemos a pensar que sua proibição no Brasil é sintoma de nossa cultura "arcaica". De fato, ao proibírmos por meio da coerção pública que as mulheres tenham autonomia sobre seus corpos praticamos uma forma grave de injustiça. Contudo, ao explicarmos essa injustiça por meio da noção de progresso histórico - "ainda estamos atrasados nesse ponto" - não apenas pressupomos a superioridade intrínseca de culturas metropolitanas (nem sempre tão emancipatórias assim) como também deixamos de compreender os mecanismos de dominação vigentes que não são necessariamente a "falta" de alguma coisa. Os defensores da criminalizam do aborto estão perfeitamente situados no jogo de força do presente.

Allen oferece uma forma alternativa de lidar com o problema do progresso moral na qual não nos tornamos reféns do pensamento colonialista. A partir das análises genealógicas de Michel Foucualt e do ceticismo de Adorno em relação à racionalidade moderna, ela propõe uma divisão radical entre progresso histórico, de um lado, e progresso moral, de outro. Tratam-se de duas formas distintas de pensarmos o progresso. Uma, orientada para o passado, e com o objetivo de auto-vindicar as experiências históricas às quais acreditamos que fazemos parte. A outra, bem mais cética e negativa - mas por isso mesmo mais útil à crítica social - tem por objeto o presente. Ou melhor, problematizar os processos históricos contingentes que constituiram nossas práticas e instituições sociais, desnaturalizando pressupostos normativos convencionais. 

O livro de Allen é valioso justamente por tentar suprir certo "lapso normativo" normalmente atribuído a autores anti-progresso como Adorno e Foucualt. Segundo a autora, é justamente na atitude de recusa moral (e não apenas de ceticismo epistemológico) própria desses autores que devemos encontrar a melhor forma de lidar com a relação entre história e princípios normativos. Relações de poder (ou a potencialidade para a bárbarie, como diria Adorno) permeiam mesmo as conquistas civilizatórias mais caras do mundo contemporâneo. Explicitá-las é permitir uma forma importante de auto-esclarecimento. 

Se podemos falar em progresso moral, então esse progresso só pode ser o abandono de pressupostos teleológicos: o otimismo injustificado de de que a civlização não engendra sua própria bárbarie. Essa é, justamente, a mensagem do célebre aforismo de Adorno sobre o progresso. Na bela tradução de Gabriel Cohen: "o progresso acontece ali, onde ele termina".


Sugestões de leituras:

A. Allen: "The End of Progress" (New Books in Philosophy)

A. Allen: "Emancipação sem Utopia" (Novos Estudos)




The End of Progress: Decolonizing the Normative Foundations of Critical Theory (Columbia Press)


While post- and decolonial theorists have thoroughly debunked the idea of historical progress as a Eurocentric, imperialist, and neocolonialist fallacy, many of the most prominent contemporary thinkers associated with the Frankfurt School—Jürgen Habermas, Axel Honneth, and Rainer Forst—have defended ideas of progress, development, and modernity and have even made such ideas central to their normative claims. Can the Frankfurt School's goal of radical social change survive this critique? And what would a decolonized critical theory look like?
Amy Allen fractures critical theory from within by dispensing with its progressive reading of history while retaining its notion of progress as a political imperative, so eloquently defended by Adorno. Critical theory, according to Allen, is the best resource we have for achieving emancipatory social goals. In reimagining a decolonized critical theory after the end of progress, she rescues it from oblivion and gives it a future.
Table of Contents
Preface and Acknowledgments

1. Critical Theory and the Idea of Progress
2. From Social Evolution to Multiple Modernities: History and Normativity in Habermas
3. The Ineliminability of Progress? Honneth's Hegelian Contextualism
4. From Hegelian Reconstructivism to Kantian Constructivism: Forst's Theory of Justification
5. From the Dialectic of Enlightenment to the History of Madness: Foucault as Adorno's Other Other Son
6. Conclusion: "Truth," Reason, and History

sábado, 12 de novembro de 2016

Democracia e Desigualdade no Brasil: A inclusão dos outsiders

Na próxima quinta-feira, a cientista política Marta Arretche (USP) ministrará o seminário "Democracia e Desigualdade no Brasil: a inclusão dos outsiders" na série de seminários de pós-graduação de Ciência Política da USP. Arretche tem liderado os esforços brasileiros no estudo das desigualdades no país, especialmente do ponto de vista de sua trajetória histórica. O evento é aberto ao público em geral e contará com transmissão ao vivo (ver aqui).





segunda-feira, 7 de novembro de 2016

Os ricos merecem sua fortuna?

A desigualdade de renda no Brasil é alta e, infelizmente, tem se mostrado mais estável na última década do que costumávamos imaginar (ver aqui e aqui para um debate sobre a trajetória da desigualdade nos últimos 20 anos). Não que muita coisa não tenha mudado em termos de inclusão e mobilidade social. O problema é que, por mais que tenhamos incluindo e redistribuído, o quanto o topo da distribuição controla da renda nacional permaneceu estável nos últimos dez anos. Estima-se que o 1% mais rico da população adulta brasileira (um grupo composto por 200 mil pessoas) se aproprie hoje de cerca de 25% da renda nacional anual enquanto o 5% mais rico controla praticamente metade da renda nacional. Se preferirmos olhar para a base, ao invés do topo da pirâmide vemos que a metade mais pobre dos cidadãos e cidadãs brasileiras acumula apenas 10% da renda nacional.

Em termos comparados, a desigualdade brasileira é chocante mesmo quando comparada com a desigualdade crescente em outro países, tal como os EUA, o país mais desigual entre os países ricos. Em apenas duas décadas, o 1% mias rico nos EUA passou de uma taxa de apropriação de 12% para 20%, a ponto de economistas da desigualdade como Joseph Stiglitz identificarem um processo de "brasificação" da sociedade norte-americana. No entanto, a magnitude da desigualdade social brasileira é ímpar perdendo apenas para não-democracias como a China ou para países de apartheid oficial como a África do Sul.

Contudo, defensores da desigualdade econômica tendem a objetar o que entendem por um lamento igualitário. Um dos argumentos mais frequentemente usados contra a evidência dos dados da desigualdade, como os apresentado acima, é oferecendo um contra-argumento de natureza moral. De fato - segue o argumento - a desigualdade é alta. Contudo, deveríamos ter em mente que os mais ricos "trabalharam duro" para chegar aonde chegaram no sistema de posição social. O rendimento elevado que encontramos nos estratos superiores reflete a produtividade individual desses indivíduos que, em comparação ao restante da sociedade, investiu mais em formação educacional (anos de estudo, melhores universidades, etc.) e dedicação ao trabalho (cargos de alta responsabilidade). Isso significa que não apenas o "trabalho duro" os elevou ao topo da distribuição, como é essa dedicação pessoal constante à produtividade que os impede de "descer" na estrutura social. Segundo esse argumento, portanto, maiores rendimentos seria uma espécie de prêmio social pela maior dedicação individual à produção de riqueza coletiva. 

O argumento é a primeira vista plausível para o caso brasileiro, dado o nível educacional baixo da nossa força de trabalho. Estima-se, por exemplo, que metade da força de trabalho adulta no país não possui educação secundária completa e que apenas 1/6 tenha diploma de nível superior. Além disso, anos de estudo funciona como um ótimo indicador de renda pessoal: quanto melhor a qualificação, especialmente um diploma de ensino superior, melhor a renda individual. Isso parece corroborar o argumento de que a riqueza seria um reflexo do investimento em capital humano feito ao longo de uma vida (vamos deixar de lado, por ora, o problema do ponto de vista moral das vantagens advindas do investimento familiar, e portanto não merecidasnas expectativas de vida de cada). Além disso, o resultado dessa dessa compreensão da desigualdade nos levaria a crer que a melhor forma de lidar com a desigualdade, seja do ponto de vista da meritocracia seja do ponto de vista da eficiência, seria por meio de políticas educacionais e não necessariamente por meio da distribuição da riqueza.

Um artigo recém publicado na DADOS por Marcelo Medeiros (UNB) e Juliana Galvão (UNB) nos permite avaliar a consistência de argumentos fundados no mérito como esse que procurei reconstruir. O objetivo do artigo foi estabelecer qual o papel da educação formal na composição da renda do 1% mais rico da sociedade brasileira. Posto de outro modo: a educação formal explica a riqueza pessoal? O resultado da pesquisa é que ela não explica. De modo geral, uma formação educacional de ensino superior altera pouco as chances de alguém pertencer ao 1% e, pior, quando descontamos a formação educacional, boa parte das pessoas que compõem o 1% mais rico não sofre mobilidade descendente, ou seja, não deixa de ser rico. Como conclui os autores:

A educação de elite seguramente diferencia algumas pessoas e provavelmente é um determinante importante da riqueza de alguns trabalhadores no 1% mais rico, mas uma grande parte dessas pessoas seria rica mesmo sem a contribuição líquida da educação para seus rendimentos. Portanto, não se deve assumir que os ricos são ricos, predominantemente, porque são mais educados, mesmo quando consideramos indicadores importantes como o tipo de formação de nível superior.

Comecemos por partes. Obviamente a formação superior é uma característica comum entre o 1% mais rico, especialmente quando comparada com o restante da população. O ponto é que possuir essa educação não é suficiente para explicar como alguém entra para o seleto clube da riqueza. Em primeiro lugar porque o tipo de formação é muito mais relevante do que apenas o "esforço" individual: carreiras universitárias de elite, como direito, engenharia e, principalmente no caso brasileiro, medicina, são muito mais importantes para explicar o pertencimento ao 1% do que a educação em si. 

Dada a composição da estrutura de rendimentos no Brasil, um trabalhador com apenas o ensino secundário completo teria quatro vezes mais chance de pertencer ao grupo dos ricos do que um trabalhador sem o ensino secundário. Essa razão de chance de pertencimento sobe para 40 vezes mais em relação ao diploma universitário. Isso comprova o fator educacional na composição da riqueza. Entretanto, uma vez que os dados do ensino superior são desagregados, o retrato é bem diferente. Trabalhadores com formação em educação possuem praticamente as mesmas chances de pertencimento auferidas pela conclusão do ensino médio. O quadro não é muito diferente para as humanidades e artes em geral (ver a tabela abaixo). 


Quando passamos para as carreiras de elite, as razões de chance em relação às demais carreiras disparam: engenharia: 9 vezes, direito: 13 vezes e, finalmente, medicina: 51 vezes. Isso significa, portanto, que é um tipo de educação que importa muito mais do que o investimento em educação em si. (De fato, o argumento meritocrático poderia ser parcialmente salvo apelando para um suposto esforço intrinsicamente superior de um advogado ou medico em comparação com um doutor em física quântica ou um professor de chinês algo que parece, no mínimo, ridículo). 

Contudo, mesmo a educação de elite não é suficiente para explicar a renda do 1%. Os pesquisadores simularam como seria a distribuição de renda do 1% caso (i) todos tivessem um diploma em carreiras que não sejam de elite (como administração e economia) e (ii) caso o teto da educação fosse ensino secundário (isto é, ninguém seria formado no ensino superior). O resultado é que a renda do 1% cairia 17% no cenário (i) e 39% no cenário (ii). 

O resultado pode parecer relevante em relação à composição do rendimento dos ricos. Mas não é. Dada a magnitude da desigualdade de renda, ao eliminarmos as carreiras de elite reduziríamos a classe dos ricos em apenas 0,3% e, ao eliminarmos o curso superior (a única explicação para rendimentos superiores do ponto de vista do argumento do mérito) a classe dos ricos no Brasil diminuiria de 1% para 0,4%. Ou seja, 40% das pessoas mais ricas do país continuariam ricas mesmo sem nunca ter pisado em uma universidade (esses dados encontram-se na tabela 3 do artigo). Na verdade, não há possibilidade de mobilidade descendente em se tratando de esforço pessoal para esse grupo. 

Se os estudos de Medeiros estão corretos, então podemos concluir que a desigualdade existente entre o 1% mais rico e o restante da sociedade não pode ser reduzida apenas por políticas educacionais, mesmo se fossem focadas (como não são) nos cursos de elite. Fatores como herança e capital social equivalem a quase metade da composição da rendo da classe dos ricos. Lembremos que o artigo não considera desigualdades de riqueza, ou seja, rendimentos de capital, o que nos levaria para outra galáxia da desigualdade. O ponto é que mesmo se ficarmos apenas com o rendimento do trabalho, a educação não explica como o 1% mais rico obtém seu rendimento. 

Essa conclusão parece particularmente importante no momento em que precisamos decidir coletivamente quem deve pagar pela consolidação da dívida pública brasileira. Os cidadãos e cidadãs responsáveis pelos seus próprios rendimentos, isto é, que dependem das oportunidades de educação e saúde disponíveis na sociedade, ou quem se beneficia (preguiçosamente?) de uma estrutura social extremamente desigual? Caso queiramos defender o mérito, precisaremos ser contra o fosso social do 1%.



- Medeiros & Galvão: Educação e Rendimento dos Ricos no Brasil (DADOS)

Educação e Rendimentos dos Ricos no Brasil O artigo examina em que medida a educação pode ser considerada um dos principais determinantes da riqueza no Brasil. Utilizando os dados de forma- ção universitária específica da Amostra do Censo 2010, o foco restringe-se ao 1% mais rico da distribuição de rendimentos do trabalho. A principal conclusão é que a educação pode ser importante para explicar a desigualdade total, mas não há evidências de que a educação de massa seja um dos fatores mais relevantes para explicar as diferenças entre os ricos e o resto da população brasileira. Nem mesmo a educação de elite pode ser tomada como um dos principais determinantes dos níveis atuais de riqueza. Há, portanto, uma parte importante da desigualdade total que não será reduzida por políticas educacionais.