quarta-feira, 23 de novembro de 2016

La Democracia (Anti)Política

Por Renato Francisquini
Por contradictorio que sea, el fenómeno político que ha protagonizado recientemente la escena pública brasilera es el más completo rechazo de la política. No se trata, por cierto, de una característica reciente, ni exclusiva de Brasil. Su profundización, sin embargo, merece una mirada más atenta de nuestra parte, debido a que amenaza en gran medida el proceso de institucionalización del régimen democrático, en el país y en otros lugares.
La política democrática surge de la imposibilidad que se imponga en una sociedad plural, sin el recurso de la coerción física, una concepción abarcadora del bien, sea de carácter religioso, filosófico, metafísico, etc. Esto es, de reconocer el hecho que del pluralismo surge la necesidad de construir un aparato institucional capaz de absorber y canalizar los conflictos, que emergen inevitablemente en un mundo marcado por la diversidad de identidades y valores o en la dirección que debemos seguir como asociación cooperativa. Cuando nos alejamos de la política –el arte de construir consensos posibles en sociedades complejas– y pasamos a valorar la técnica, sea bajo el signo del gerenciamiento, sea en el registro de la interpretación legal, caminamos peligrosamente en el sentido de la intolerancia. La técnica administrativa y el notorio saber jurídico pueden ofrecernos los medios más eficientes para lograr determinados fines; la política, sin embargo, a través del diálogo y de la negociación, es la que nos permite construir los fines en un clima general de tolerancia y reconocimiento de la diferencia.
La elaboración de la narrativa anti-política fue tejida por una serie de eventos y fue patrocinada por numerosas instituciones políticas y sociales. Entre ellas, podemos destacar la asociación histórica, construida por los medios de comunicación tradicionales, entre la política partidaria y la corrupción, motivada en buena medida por el interés perenne de los periódicos y los canales comerciales de televisión de producir escándalos que contribuyan a la circulación de sus ejemplares y a la audiencia de sus programas.
En ese aspecto, vale la pena recordar la reinterpretación, promovida por los grandes medios de comunicación brasileros, sobre el sentido de las manifestaciones de junio de 2013. Si, en un primer momento, hubo un esfuerzo por parte de los movimientos sociales, como el Movimiento Passe Livre, para desnudar la indecente interacción entre dinero y política (a través de licitaciones fraudulentas y financiamiento de campañas), no demoró para que la prensa, que hasta entonces criticaba fuertemente los actos, se valiese nuevamente de la antigua cantilena de la idea abstracta de “corrupción”, estimulando un cambio en el perfil de los manifestantes y el repudio, a menudo violento, de los mismos movimientos y partidos políticos que ocuparon históricamente las calles en la lucha por la democracia y la igualdad. Tal vez este haya sido, de hecho, el detonante para la actual profundización de la anti-política en la escena pública brasilera.
Junto a los principales medios de comunicación, nótese también la prominencia cada vez mayor de las instituciones de control, como el Ministerio Público y el Poder Judicial. Estos, aprovechando el impulso proporcionado por el argumento mediático, encuentran las puertas abiertas para avanzar sobre el espacio de los acuerdos representativos, ya sea denegando la legislación aprobada por diputados y senadores, o sustituyendo a estos últimos en la proposición de leyes y políticas públicas. No es de extrañar, en este aspecto, que los nombres de los jueces y fiscales vengan ascendiendo como posibles candidatos a cargos electivos, evidenciando la percepción de estos como agentes capaces de representar los anhelos de la población por una política “limpia”.
Al menos dos tipos de eventos dan fe de la velocidad con que hemos descartado la política deliberativa, la negociación y el trueque, a favor de las personas e instituciones que se auto- determinan representantes imparciales de un supuesto interés público. El primero de ellos, las elecciones municipales, que en capitales de la importancia de São Paulo y Belo Horizonte, para referirnos solo al Sureste, eligieron candidatos (João Dória Jr. - PSDB/SP y Alexandre Kalil - PHS/MG, respectivamente) cuyo núcleo argumentativo de la campaña pasaba por el rechazo de la política (y de los políticos, vale decir) en nombre de una administración gerencial de la cosa pública. Por no mencionar a Río de Janeiro, que eligió a (el obispo) Marcelo Crivella, del PRB, partido controlado por la Iglesia Universal del Reino de Dios.
El segundo, la operación Lava-Jato, pone de relieve la auto-denominación por parte de jueces y fiscales, bajo la guarda del propio Supremo Tribunal Federal y de los aplausos de los medios de comunicación oligopólicos, como últimos responsables de la limpieza del sistema político brasilero. El argumento pasa a insinuar que las prácticas llevadas a cabo por los partidos políticos nacionales, en particular el PT, habrían institucionalizado la corrupción, de lo que resultaría la necesidad de implosionar el frágil edificio de nuestro sistema partidario, a fin de forzar la emergencia de nuevos actores políticos –escapa a mi comprensión lo que les lleva a creer (sí, se trata de una creencia) que brotarán del suelo políticos moralmente mejores y partidos verdaderamente representantes del bien común, sea lo que eso fuera.
Para tener una idea del nivel al que ha llegado este proceso, en septiembre de este año, el Tribunal Regional Federal de la 4ª Región, provocado a reconsiderar los métodos usados por el juez Sérgio Moro, responsable de la operación citada, sustentó que, por tratarse de una temática peculiar (léase, la corrupción institucionalizada de nuestro sistema político), admitía métodos excepcionales, haciendo suyas, con eso, la interceptación y la divulgación ilegal de conversaciones que envuelven al ex-presidente Lula, sus familiares, el estudio jurídico creado por Lula para defenderlo, y la presidenta electa, Dilma Rousseff.
Reuniendo los dos actores mencionados anteriormente, tenemos la cara más maligna de ese episodio para la democracia brasilera, a saber, el verdadero espectáculo mediático organizado por los principales medios de comunicación del país, sugiriendo una interpretación, al menos controversial, sobre los diálogos entre el ex-presidente y su sucesora, cuando esta lo había nombrado para el cargo de Jefe de Ministros de la Casa Civil. Horas después del show mediático, sugiriendo que el nombramiento de Lula había sido una maniobra para que las investigaciones sobre el ex presidente (que, es bueno recordar, hasta el momento no habían ofrecido subsidio para la condena de Lula) fuesen conducidas por el Supremo Tribunal Federal, y no por el juez Sérgio Moro, cientos de personas fueron frente al Palacio Presidencial y a la Avenida Paulista gritando palabras de odio y pidiendo la renuncia de la presidenta Dilma Rousseff.
Brasil y la región pasan por momentos delicados para el mantenimiento de nuestra frágil y precaria democracia política. Numerosas conquistas y logros de las últimas décadas están en riesgo de ser desmanteladas bajo el signo de la administración racional y apartidaria. No parece absurdo, en ese aspecto, la reciente reacción del presidente del Senado, Renan Calheiros, contra la autorización, dada por un juez de primera instancia, para que la Policía Federal cumpliese órdenes de búsqueda y captura en la Casa Civil, llevando bajo custodia policial legisladores que habían realizado barridas buscando escuchas en las oficinas de algunos senadores. Sin embargo, mientras que la controversia meramente emerge como un conflicto entre corporaciones, difícilmente iremos a fomentar un diálogo fructífero sobre el tema.
Urge, en este sentido, diagnosticar la emergencia de este fenómeno y analizarlo en sus complejidades e implicaciones. El clima de “salvación” atribuido a la gerencia apartidaria y a la supuesta limpieza general promovida por las instancias judiciales poco contribuye al debate democrático, teniendo en cuenta que atribuye a la “nación” un objetivo único y absoluto, descalificando como “interesado” o “ideológico” todo tipo de disonancia que se interponga como crítica a esa meta. Aparece como un objetivo inmediato evitar la desvalorización de la política institucional y del sistema partidario, cuya frágil estabilidad de la última década fue fundamental inclusive para el ascenso de instituciones de control que tienen un papel importante en la consolidación de la democracia.
Publicado originalmente em asuntosdelsur.org.